Raíces

- Venga cariño, acaba de ponerte los zapatos que nos vamos. – Dijo con su dulce voz –

Acabé de atarme los cordones de la mejor manera que sabía y me puse la ropa perfectamente ajustada, todo en su sitio, una vez más. Una de mis manías era (y sigue siendo, aunque de una forma menos compulsiva)  llevar la ropa bien igualada: las dos mangas del jersey a la misma altura, los dos calcetines bien subidos, los cordones de los zapatos apretados con la misma fuerza… y así infinidad de pequeños detalles.
 Abrí la puerta de casa mientras ella cogía su bolso y poniéndome de puntillas alcancé el botón para llamar al ascensor.  Al llegar a la calle, fui directamente al coche y en cuanto ella abrió la puerta del conductor y se desbloquearon las otras, abrí la de atrás y enseguida bajé la ventanilla con la maneta. Era cinco de septiembre y el sol todavía picaba, y aunque no estaba en su horario álgido ya que eran las seis de la tarde, el coche parecía un horno, y nosotras estaríamos sudando como pollos en cuestión de segundos. Dejamos ventilar el coche unos minutos y luego, haciendo acto de valor nos metimos dentro.

- Va, si solo es un cuarto de hora  y llegamos. –Dijo mientras se ponía el cinturón-

Me puse en el asiento de en medio, con el culo en el borde del sillón y un brazo en cada asiento delantero para controlar desde mi posición la ruta a seguir.

- Mama pon la radio – Le dije-

No sabía ir en coche si no había música puesta. Nada más encender la radio empezó a sonar uno de los éxitos del verano, conocidísimo gracias a un anuncio de cerveza que invitaba a refrescarse en la playa.  Yo, aunque por aquel entonces mi dominio del inglés era bastante básico, me ponía a canturrear de todo, aunque tan solo repitiera lo que me parecía oír e inventara una lengua completamente nueva. La cuestión es que aquella canción era una inyección de energía. Cuando llegamos, tuvimos la suerte de encontrar aparcamiento rápidamente gracias a que uno de los coches aparcados en las inmediaciones se iba.
Nos bajamos del coche y ahí estaba: la librería. La mayoría de los niños odiaba acompañar a sus madres a la librería a principios de septiembre ya que tan solo era para comprar los libros del curso que se acercaba y normalmente, la “vuelta al cole” pone un nudo en el estómago a los niños: se acaban las vacaciones y la libertad para dejar paso a los horarios y obligaciones. Pero para mí, cada septiembre era como unos pequeños “reyes magos de verano”. No estoy diciendo que me muriera de ganas por volver al colegio, pero el momento de comprar los libros y el material escolar hacía el trance más ameno.

Entramos en la librería-papelería. Mi madre iba delante de mí para abrir la pesada puerta de cristal y el rastro de su perfume no me dejaba encontrar lo que estaba buscando. De repente, la puerta se cerró tras de mí y una bocanada de aire caliente del exterior me empujó hacia dentro para descubrir el fresco aire del climatizador sobre mis hombros. En ese instante sentí por fin ese olor. Ese olor característico de las librerías y papelerías, olor a libro nuevo recién salido de la imprenta, a libretas y agendas, olor a lápices de colores y gomas de borrar.
El local era relativamente moderno, pero por alguna razón guardaba la esencia de las librerías antiguas de barrio. Como cada año, estaba hasta los topes y había que coger número para ser atendido. Durante la espera, cogí a mi madre de la mano y empezamos a pasearnos curioseando entre las estanterías. Mi madre empezó a coger algunos bolígrafos y cajas de lápices, mientras, yo me fui alejando hacia la estantería de literatura infantil y juvenil. Llegó nuestro turno aunque yo seguí rebuscando por los estantes.  De repente, ahí estaba, un libro finito, del cual quedaban pocas copias aunque había sido editado ese mismo año. Me llamó la atención el título, Agualuna, me hacía pensar que dentro habría un mundo entero de fantasía. Deslicé mis finos dedos entre sus páginas color crema, escuchando como se acariciaban las unas a las otras. Me acerqué el libro a la cara y cerrando los ojos, repetí la misma acción con mis manos, dejé que la fina brisa que desprendían las hojas se colara por mi nariz. Un olor a nuevo, embriagador. No sé muy bien de donde saqué la idea de hacer eso, simplemente me dejé llevar por el instinto. Interrumpí el movimiento de las hojas con el pulgar, seleccionando una hoja al azar. Aún con el aroma en mis papilas olfativas leí la página elegida por el destino.

- Cariño, ya estamos – Dijo mi madre sacándome del mundo en el que me había adentrado.
- ¿Mama…? – Le contesté suave y dulcemente poniendo ojitos de cordero degollado con el libro entre las manos.
- Va… cógelo anda, cualquiera te dice que no con esa carita.

Salimos de la librería, mi madre cargada con todos los libros del colegio y yo con mi pequeño tesoro en la mano. Al llegar al coche, mi madre dejó la bolsa en el maletero y antes de que me subiera me dijo:

- Espera, vamos a dar una vuelta anda, que hace muy buen día.

Caminamos hacia la calle peatonal de en frente y nos paramos en la heladería Tutti Frutti. Mi madre se compró un granizado de limón y para mí una tarrina de vainilla con cookies.  Había bastante gente paseando pero con suerte encontramos un banco a la sombra de un árbol donde sentarnos.

- A ver, déjame ver el libro –Dijo mi madre.

Le di el libro y tras observar las portadas y ojearlo empezó a leer en voz alta, aunque solo para nosotras, las primeras líneas. Yo me dejaba llevar por las palabras, que sonaban aún más dulces proviniendo de sus labios, mientas dejaba deshacer cucharadas de vainilla en mi boca y miraba arriba usando el cielo azul como tapiz para dibujar las imágenes que mi madre iba relatando.



- ¿Señorita? Disculpe señorita.
- ¿Eh? Ah… sí sí, dígame
- ¿Al final que libro se lleva? – Dijo la chica del mostrador.
- Esta vez me llevo sólo éste – Contesté-
- Bien, tiene tres semanas, le indico aquí en el punto de libro la fecha exacta de devolución.
- Perfecto, muchas gracias. –Cogí el libro- Voy a dar otra vuelta por aquí antes de marcharme, ¿hay algún problema por el libro?
- No, en absoluto.
- Perfecto. Gracias.

La biblioteca era antigua y con las estanterías de madera. En según qué zonas de algunos pasillos olía a humedad, como a hojas mojadas, pero por lo general reinaba el aroma de los libros antiguos. Pasé mi mano por el lomo de unas viejas enciclopedias encuadernadas en terciopelo verde tanteando el terreno. Seguí los carteles hasta la sección infantil y juvenil. Las obras estaban ordenadas alfabéticamente por el apellido del autor. Me puse a buscar, “Gisbert… Gisbert… Ah, aquí.”. Estaban en el estante de abajo del todo así que me puse de cuclillas para ver mejor. Había varios títulos suyos. De repente, ahí estaba de nuevo. Un libro finito, que se había hundido hacia el fondo del estante. Dejé el libro prestado en el suelo para poder coger bien el volumen. Tenía las hojas amarillentas y estaba algo golpeado por los bordes. Se notaba que había pasado por muchas manos, que otros niños, jóvenes, o puede que incluso adultos, se habían adentrado en su mundo como yo ya había hecho. Sin saber exactamente por qué me senté en el suelo sin llegar a darme cuenta de lo frio que estaba. Apoyé la espalda en los estantes que quedaban justo tras de mí. Levantando la cabeza hacia arriba, cerré los ojos y volví a repetir aquella acción inocente e instintiva que había realizado hacía quince años. Dejé pasar las hojas de nuevo mientras aspiraba su aroma. Esta vez era un aroma distinto. Ahora ya no olía a nuevo, había ido adquiriendo ese olor característico del paso del tiempo. Leí las primeras líneas para luego volver a cerrarlo y apretarlo contra mi pecho. Mi viejo amigo. Para él también habían pasado los años dejando huella en su capa exterior, en su forma física, por el contrario, el interior, seguía conservando su esencia. Los libros son como las personas, el paso del tiempo les hace envejecer, pero su alma y su recuerdo es eterno.

Volví a dejar el libro en su lugar, dando opción a otras personas a descubrir lo que yo descubrí en él. Ese amor por la lectura y la literatura. “Hay que continuar difundiendo el mensaje.” Me dije.

Salí de la biblioteca y tomé el camino a casa. Al pasar por la plaza no pude evitarlo y, aunque era invierno, entré en la heladería para volver a degustar el dulce sabor a vainilla. Ese sabor que, para mí, va irremediablemente cogido de la mano del olor a libro y que me traslada a recordar, a rememorar y nunca olvidar, mis raíces.


Comentarios

  1. Cariño, siempre me haces llorar .....TE QUIERO!!

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  2. Interesante visión y análisis de los orígenes. Recuerdas tan al detalle el nostálgico momento de la adquiisición de tu libro como yo recuerdo con detalle el momento en el que me enteré que contruían un parque a pocos kilómetros de casa. La emoción que te embarga es... prácticamente indescriptible. De ahi que tu blog esté adquiriendo el tinte perfecto: el de describir las emociones al detalle, sin titubeos. Excelente entrada, como ever ;)

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  3. Muchas gracias mama :) Yo también te quiero! :-*


    Jivo, a ti ya no se como darte las gracias. Tus opiniones son super elaboradas y la verdad que me sirven muchísimo. ¡Mil gracias!

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  4. grandeee! como siempre! grandeee!!

    Los recuerdos tan maravillososo de como y de quien te lee el libro...el detalle del helado me ha encantado! jejejeje

    sabes como hacer que la gente disfrute leyendote lorenaaa!! y eso es importante.. nunca me aburro leyendo tus entradas... ojala los libros de administracion se parecieran un poco... en serio... jejejejee
    te quiero lore!

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  5. Queria encontrar la manera de explicar un poco mi pasión por la lectura y en parte el nombre del blog pero queria hacerlo de la forma más literaria posible :) Nada de "escribo porque me gusta y el blog se llama así porque me da la gana" :D

    Me alegro que te haya gustado. Besitos!

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  6. El olor del libro nuevo, el del libro viejo; ¿por qué nos gustarán tanto? Tengo en casa una biblioteca de cerca de mil libros que empezó a reunir mi bisabuelo... qué te voy a contar que tú no hayas expresado ya.

    Te seguiré leyendo, sin duda.

    PD: gracias, tú ya sabes el por qué... ;)

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