Pereza

Lo admito, he sucumbido a la pereza. Pero, ¿quién no lo ha hecho alguna vez?

A la mayoría de personas nos ha pasado por lo menos una vez en la vida. Promesas para año nuevo, proyectos antes de verano, dietas y ejercicios, dejar de fumar…

Estás un día tan tranquilo sentado en el sofá reflexionando sobre a saber qué tontería y de repente se te enciende la bombillita con otra tontería aún peor: “pues me voy a aficionar a los puzles, mañana me compro uno de mil piezas”. Sigues dándole vueltas a lo que a tu parecer es una idea genial. “Ya era hora que hiciera alguna actividad lúdica de culto, además, luego lo enmarcaré y lo colgaré en la pared”. Te levantas del sofá, enciendes el ordenador y tecleas en el buscador: puzles. Empiezas a ver fotos alucinantes de puzles inmensos y tu ilusión empieza a crecer: “quien sabe, a lo mejor algún día hasta bato un récord”. Como es domingo e internet no te puede ofrecer más, te pones a pensar dónde colgarás el cuadro. Haces un cálculo de cuanto puede medir, localizas la pared ideal. Quitas los cuadros de punto de cruz de la abuela y empiezas a poner las alcayatas ideales para tu obra.

Al día siguiente te acercas a la librería-papelería del pueblo y preguntas por los puzles. Empiezas a mirar todo lo que tienen, justo el que te gusta a ti de mil piezas con el horizonte de Nueva York vale cuarenta euros: “¿pero de qué está hecho? ¿Lo han pintado con sangre de unicornio como la tinta de las impresoras?”. Decides irte disimuladamente y te acercas al chino del barrio. Allí encuentras uno de cien piezas con la virgen del rocío por cinco euros: “bueno, para empezar ya me irá bien, todos los artistas tienen un inicio oscuro”.

Llegas a casa y acaparas la mesa del salón. Abres la caja, esparces todo el contenido y empiezas a clasificar las piezas en lo que te parece un orden lógico: “esta debe ser de arriba, esta de la derecha…”. Empiezas a armar tu preciado tesoro, empiezas por los ojos, “¡uy! espera, esto va al revés…”. Al rato empiezas a liarte, la cara ha sido relativamente fácil, pero todas las otras se parecen muchísimo, o son parte del cielo o de la túnica, no hay más. Llegan los niños del colegio y sin saber porqué te sientes aliviado. “Voy a recoger que tenemos que cenar”. Arrastras el puzle al borde de la mesa para meterlo en la caja sin que se desmonte. “¡Mierda! ¡Niño, ves con cuidado que mira lo que has hecho! Bueno… pues mañana lo vuelvo a montar”.

Al día siguiente te quieres poner de nuevo, pero sólo de pensar en volver a empezar… ”Luego me pongo a ello”. Con la tontería se pasa el día. “Bueno, pues mañana”. Al día siguiente te pones a ello y consigues armar casi la mitad. Para evitar que se vuelva a desmontar creas una especie de cercado alrededor del puzle con rollos vacios de papel higiénico y pones un cartel gigante de “no tocar”.  
Vuelves a casa del trabajo y te encuentras a tu hijo de dos años montando un castillo y con casi todas las piezas babeadas.  Dejas al niño jugar y cuando se cansa aparcas las piezas en un rincón de la mesa para que se sequen. 

Empiezan a pasar los días, encuentras cosas más interesantes que volver a empezar de cero con el puzle de la dichosa virgencita. Contra más tiempo dejas pasar, más pereza te da ponerte a ello. Tu mujer acaba enfadada: “¡a ver si recoges ya ese trasto! ¡y me cuelgas los cuadros que quitaste, que los cuadros fantasmas dibujados por el tinte descolorido de la pared me tienen harta!.

Finalmente te rindes, buscas excusas, pero sabes que en realidad la culpa es sólo tuya y de tu pereza. Metes las piezas en la caja y vas a dejarla en el armario, justo entre la colección inacabada de coches antiguos y la caña de pescar llena de polvo. 

Comentarios

  1. Que bueno, me he reído un montón, que razón tienes, pero eso pasa por no tener un sitio adecuado para poder hacer las cosas, como tengas que andar moviendo, recogiendo etc .. pasa eso .. supongo que teniendolo a mano, no nos daría pereza.

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